EL CAMINO DE LA OSCURIDAD


¿Cómo hablar de Dios a quien ni oye ni escucha? ¿Cómo hablarle a quien no es capaz de mirarse a sí mismo aunque tengamos la certeza de que la única forma de avanzar hacia la eternidad es mirando el propio interior? ¿Qué decirle a quién dedicó su vida al vacío y así lo sigue haciendo sin ver más que sus propios deseos? 

Quizás lo primero que tenemos que averiguar es el origen del problema, la fuente de la ceguera humana. “El hombre natural no puede ver las cosas del Espíritu de Dios porque para él son locura y no las puede entender”, nos dice San Pablo. 

El hombre natural. En otras traducciones dice el hombre animal. No es el hombre en su estado natural porque no podemos perder de cista el pecado original que lo ha pervertido, oscurecido todo. No, es el hombre en quien el espíritu esta dormido, o muerto, diría San Pablo: “Despiértate que duermes, levántate de entre los muertos y te alumbrará Cristo.  ¡Qué imagen tan poderosa para expresar es idea! El hombre sin Dios no puede ver mas allá de lo material, permanece en un estado de ceguera que le impide comprender el universo que lo rodea, esclavizado por sus propios deseos, pasiones, mentiras y engaños, por su idea de que puede manipular la realidad para acomodarla a sus intereses. Por eso a veces los razonamientos son inútiles. No es cuestión de razones; es cuestión de miedo. Es cuestión de asomarse al abismo infinito de la realidad y descubrirse equivocado, aún sucio, quizás perverso. Sí, la persona tiene miedo de abrir los ojos y darse cuenta de lo que es, de lo que vive, de lo que ha hecho y está haciendo. 


Ahora, ¿algunos se desvían y otros no? La escritura nos dice en Ro 3, 23: “Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios.” Aquí queda claro. Somos todos los hombres. Pero, ¿desde cuándo se desvía el camino? Esta es una pregunta compleja. En principio parece que hemos nacido en un mundo ya corrompido, oscurecido. Pero por otra parte también es cierto que cada uno de nosotros ha emprendido ese camino por su cuenta, ha aceptado avanzar por ese camino. Miremos. 

Todo parece comenzar desde la infancia. Es muy temprano que comienzan las malas costumbres. Pequeñas mentiras y robos, engaños, trampas infantiles que van sembrando una semilla que luego crece, se amplía, se consolida y pasa a formar parte del carácter de una persona. En algunos casos más, en otros menos, pero siempre en alguna medida. Entonces la semilla viene de la infancia, se amplía en la adolescencia, se consolida en la vida adulta, y se escribe en piedra en la vejez. Por eso es más fácil enseñar a un niño que luego corregir al adolescente, cambiar al hombre, recuperar al viejo, porque a medida que se honda el mal camino crece la deformación del individuo y crece el miedo a ser descubierto. Las puertas se va cerrando. El camino errado es una prisión cuya llave cada uno lleva, pero muy pocos se atreven a usar porque cruzar la puerta de la libertad implica lo más pavoroso que le puede ocurrir a un ser humano: ¡verse a sí mismo! ¡Ver sus actos y sus consecuencias! Ver la verdad. Esa verdad que se le esconde porque es precisamente de ella de lo que huye con desesperación. 

Es claro entonces que el camino verdadero solo se puede emprender a partir de un impacto que despierte a la persona de su sueño mortal. Y este impacto sólo puede venir de un encuentro real con la verdad, con el absoluto, con la totalidad. No es solo del despertar de una creencia. Es mucho más. Es el encuentro con una persona, con la persona misma de Dios en Jesucristo, su enviado y al mismo tiempo Dios mismo. Lo demás son mentiras, engaños, fingimientos, falsas doctrinas que buscan esconder lo que el hombre más teme: el juicio de Dios sobre su propia conducta, el encuentro definitivo con la verdad

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